
Ayer noche fue la verbena de San Juan. Me uní al ritual de unas amigas en el que quemamos nuestros lastres escritos en un papel enrollado en hilo rojo.
Nunca he sabido muy bien si hay que quemar lo bueno o lo malo, cuántos rituales distintos se recomienda hacer ni a qué hora exactamente se supone que se han de llevar a cabo.
La cuestión es el inmenso deseo y la necesidad de renovar la savia que llevamos dentro para purgarnos de lo que repudiamos, para llamar a las buenas nuevas, para acercarnos un poco más a nuestros deseos y casi tocarlos con la punta de los dedos.
San Juan es una excusa perfecta para dejarnos llevar un poco por la pasión del momento, por los antepasados paganos que nos inducen, en cierto modo, a hacer lo que el espíritu nos dicta.
Observar el fuego, crepitando con tanta furia, salvaje como un amante enloquecido y ciego de amor, es siempre hipotizante, casi mágico. Es un momento de comunión con un elemento purificador, al que rogamos, internamente, que nos purifique también, que nos limpie.
Nos permitimos la licencia de pedir secretos deseos al fuego, quizá los más terrenales, quizá los más ocultos, nos permitimos pasar de la ralla y descuidamos por un momento la máscara que nos cubre de sobriedad y decoro.
El fuego te llama, te pide que te acerques y te entregues, pero tu cuerpo, que es de carne, se niega, incapaz de comprender los designios del alma y lo místico...
Menos mal que tenemos un cuerpo de carne y una mente alerta, que si no muchos acabarían en la hoguera...